martes, 9 de enero de 2007

El 24 de agosto del año 79. Bahía de Nápoles

La historia de Pompeya comienza no solo desde que fue redescubierta sino sobre todo en los primeros testimonios escritos que nos han dejado los autores latinos. El más allegado a la mismísima erupción fue Plinio el Joven, sobrino de Plinio el Viejo, que describe en sus Cartas (Epistulae) la muerte de su tío, su actitud ante la erupción, compara el monte Vesubio con un pino y es, ante todo, el mejor testimonio de lo que ocurrió en ese día del 24 de agosto del año 79 en la bahía de Nápoles.

Cabe destacar los artículos de la enciclopedia libre Wikipedia dedicados a Pompeya y al Vesubio, sobre todo este segundo en el que colaboré documentalmente con textos literarios. Ahora bien, os ofrezco las cartas de Plinio el Joven en su correspondencia con Tácito:


Libro VI, 16
Me pides que te describa la muerte de mi tío para poder dejar a la posteridad un relato más verídico de la misma. Te doy las gracias, pues me doy cuenta de que su muerte alcanzará, si es celebrada por ti, una gloria inmortal. Aunque haya perecido en una catástrofe, al mismo tiempo que pueblos y ciudades, como si fuese a vivir siempre gracias a un suceso tan memorable, aunque él mismo haya dejado numerosas obras literarias dignas de ser recordadas, sin embargo, la inmortalidad que merecen tus escritos contribuirá en gran medida a perpetuar su memoria. En verdad que considero afortunados a los hombres a los que los dioses han concedido o bien realizar hazañas que merezcan ser escritas, o bien escribir obras que merecen ser leídas, y muy afortunados a los que les conceden ambas cosas. Entre estos últimos se encontrará mi tío gracias a sus libros y también a los tuyos. Por todo esto, no solo acepto con agrado la tarea que me encomiendas, sino que incluso la reclamo.

Se encontraba en Miseno al mando de la flota. El 24 de agosto, como a la séptima hora, mi madre le hace notar que ha aparecido en el cielo una nube extraña por su aspecto y tamaño. Él había tomado su acostumbrado baño de sol, había tomado luego un baño de agua fría, había comido algo tumbado y en aquellos momentos estaba estudiando; pide el calzado, sube a un lugar desde el que podía contemplarse mejor aquel prodigio. La nube surgía sin que los que miraban desde lejos no pudieran averiguar con seguridad de qué monte (luego se supo que había sido el Vesubio), mostrando un aspecto y una forma que recordaba más a un pino que a ningún otro árbol. Pues tras alzarse a gran altura como si fuese el tronco de un árbol largísimo, se abría como en ramas; yo imagino que esto era porque había sido lanzada hacia arriba por la primera erupción; luego, cuando la fuerza de esta había decaído, debilitada o incluso vencida por su propio peso se disipaba a lo ancho, a veces de un color blanco, otras sucio y manchado a causa de la tierra o cenizas que transportaba. A mi tío, como hombre sabio que era, le pareció que se trataba de un fenómeno importante y que merecía ser contemplado desde más cerca. Ordena que se le prepare un navío veloz, y me ofrece la oportunidad de ir con él, si yo lo deseaba; le respondí que prefería continuar estudiando, y precisamente él me había dado algún material para que yo lo escribiese. Cuando salía de su casa, recibe un mensaje de Rectina, esposa de Tascio, aterrorizada por el peligro que la amenazaba (pues su villa estaba al pie de la montaña y no tenía ninguna escapatoria, excepto por mar); le rogaba que le salvase de esa situación tan desesperada. Él cambió de planes y lo que había iniciado con el ánimo de un estudioso lo terminó con el de un héroe. Manda sacar las cuadrirremes, él mismo sube a bordo con la intención de auxiliar no solo a Rectina sino a otros muchos (pues los encantos de la costa atraían a un gran número de visitantes). Se dirige rápidamente al lugar del que todos los demás huyen despavoridos, mantiene el rumbo en línea recta, el timón directo hacia el peligro, hasta tal punto libre de temor que dictaba o él mismo anotaba todos los cambios, todas las formas de aquel desastre, tal como las había captado con los ojos. Ya las cenizas caían sobre los navíos, más compactas y ardientes, a medida que se acercaban; incluso ya caían piedra pómez y rocas ennegrecidas, quemadas y rotas por el fuego; ya un bajo fondo se había formado repentinamente y los desprendimientos de los montes dificultaban grandemente el acceso a la playa. Mi tío dudó algún tiempo si sería conveniente regresar; luego al piloto, que le aconsejaba que así lo hiciese, le dijo: “la Fortuna ayuda a los héroes: pon rumbo a casa de Pomponiano”. Esta se encontraba en Estabias, al otro lado de la bahía (pues el mar, al curvarse ligeramente la costa cerrándose sobre sí misma, penetra en tierra). Allí, aunque el peligro aún no estaba cerca, era evidente que se aproximaba conforma iba creciendo, y Pomponiano había cargado sus pertenencias en unos barcos, decidido a huir, tan pronto como el viento, que se oponía a ello, se hubiese calmado. Mi tío, impulsado por ese mismo viento muy favorable para él, arriba a puerto, abraza a su atemorizado amigo, le consuela y anima y, para calmar sus temores con el ejemplo de su propia tranquilidad, ordena que sus esclavos le lleven al baño; después del aseo, se sienta a la mesa y come algo con buen humor o (lo que no es menos hermoso) finge que está de buen humor. Entretanto, en numerosos puntos en las laderas del Vesubio podían verse enormes incendios y altísimas columnas de fuego, cuyo brillo y resplandor aumentaba la oscuridad de la noche. Mi tío, intentando calmar el miedo de sus acompañantes, repetía que se trataba de hogueras dejadas por los campesinos en su huida y casas abandonadas al fuego que ardían en la soledad. Luego se retiró a descansar y ciertamente durmió sin la menor sombra de duda, pues su respiración, que a causa de su corpulencia era más bien sonora y grave, podía ser escuchada por las personas que iban y venían delante de su puerta. Pero el patio desde el que se accedía a su habitación, repleto de cenizas y piedra pómez de tal manera había subido de nivel que, si hubiese permanecido más tiempo en el dormitorio, ya no habría podido salir. Luego que fue despertado, salió fuera y se reúne con Pomponiano y los demás que habían pasado toda la noche en vela. Deliberan en común si deben permanecer bajo techo o salir al exterior, pues los frecuentes y fuertes temblores de tierra hacían temblar los edificios y, como si fuesen removidos de sus cimientos, parecía que se inclinaban ya hacia un lado, ya hacia el otro. Al aire libre, por el contrario, el temor de la caída de fragmentos de piedra pómez, aunque estos fuesen ligeros y porosos, pero la comparación de los peligros les llevó a elegir esta segunda posibilidad. En el caso de mi tío venció el mejor punto de vista, en el de los demás venció el temor mayor. Para protegerse contra los objetos que caen, colocan sobre sus cabezas almohadas sujetas con cintas. En cualquier otro lugar era ya de día, pero allí era de noche, una noche más densa y negra que todas las noches que haya habido nunca, cuya oscuridad, sin embargo, atenuaban el fuego de numerosas antorchas y diversos tipos de lámparas. Mi tío decidió bajar hasta la playa y ver sobre el lugar si era posible una salida por mar, pero este permanecía todavía violento y peligroso. Allí, recostándose sobre un lienzo extendido sobre el terreno, mi tío pidió repetidamente agua fría para beber. Luego, las llamas y el olor del azufre, anuncio de que el fuego se aproximaba, ponen en fuga a sus compañeros, a él en cambio le animan a seguir. Apoyándose en dos jóvenes esclavos pudo ponerse en pie, pero al punto se desplomó, porque, como yo supongo, la densa humareda le impidió respirar y le cerró la laringe, que tenía de nacimiento delicada y estrecha y que con frecuencia se inflamaba. Cuando volvió el día (que era el tercero a contar desde el último que él había visto), su cuerpo fue encontrado intacto, en perfecto estado y cubierto con la vestimenta que llevaba: el aspecto de su cuerpo más parecía el de una persona descansando que el de un difunto.

Entretanto, mi madre y yo en Miseno; pero esto no tiene importancia para la historia, y tú solo quieres tener noticias sobre la muerte de mi tío. No me voy, pues, a extender más. Tan solo añadiré que yo te he expuesto con detalle todos los acontecimientos de los que o bien fui testigo o bien tuve noticias inmediatamente después de que ocurriesen, cuando se recuerdan más fielmente. Tú seleccionarás lo más importante, pues una cosa es escribir una carta y otra un relato histórico; una cosa escribir a un amigo y otra escribir para todos. Adiós.



Libro VI, 20
Me escribes que, conmovido por la carta que, a petición tuya, te escribí sobre la muerte de mi tío, deseas conocer no solo qué temores, sino también qué avatares soporté cuando fui dejado en Miseno (pues me había interrumpido en el comienzo de mi relato). “Aunque mi mente se horroriza de estos recuerdos, empezaré”. Cuando mi tío se marchó, pasé el tiempo restante estudiando (pues para eso me había quedado); luego el baño, la cena y el sueño corto y desasosegado. Había habido primero durante muchos días un temblor de tierra, que no causó un especial temor pues es frecuente en Campania; pero ciertamente aquella noche fue tan violento que se creería no que todo temblaba, sino que se daba la vuelta. Mi madre se precipitó en mi dormitorio, yo a mi vez ya me estaba levantando con la intención de despertarla, si estaba durmiendo. Nos sentamos en el patio de la casa, reducido espacio que separaba el mar de los edificios de la finca. Tengo dudas de si debo calificar mi comportamiento de firmeza de ánimo o de estupidez (iba a cumplir dieciocho años): pido un libro de Tito Livio, y me pongo a leerlo, como si no tuviese otra cosa mejor que hacer, e incluso continúo haciendo extractos, tal como había empezado. He aquí que llega a casa un amigo de mi tío materno que había venido hacía poco de Hispania para verle, y cuando nos ve a mi madre y a mí sentados, y a mí además leyendo un libro, nos reprende a ambos, a mí por mi indolencia y a ella por permitirla. No por ello sigo menos absorto en mi lectura. Ya había amanecido, pero la luz era todavía incierta y tenue. Ya los edificios de los alrededores amenazaban ruina y, aunque nos encontrábamos en un espacio abierto, pero estrecho, el miedo de derrumbamiento era cierto y grande. Solo entonces nos pareció oportuno abandonar la ciudad; nos sigue una muchedumbre atemorizada, que, prefiriendo seguir el consejo ajeno que el propio (comportamiento que en el temor se asemeja a la prudencia), con su densa columna nos presiona y empuja en nuestra marcha. Una vez que dejamos atrás nuestras casas, nos detuvimos. Entonces vivimos muchas experiencias extraordinarias, muchos temores. Pues los vehículos que habíamos mandar con nosotros, aunque el campo era completamente llano, empezaron a moverse en direcciones opuestas, y ni siquiera calzados con piedras permanecían quietos sobre el mismo sitio. Además, veíamos que el mar se retiraba sobre sí mismo y se replegaba como empujado por los temblores de la tierra. Desde luego, la costa había avanzado y gran cantidad de animales marinos se encontraban varados sobre las arenas secas. Por el lado opuesto una nube negra y espantosa, desgarrada por ardientes vapores que se retorcían centelleantes, se abría en largas lenguas de fuego, semejantes a los relámpagos, pero de mayor tamaño. Entonces aquel amigo de mi tío que había venido de Hispania, según te he comentado, nos dijo ya con más viveza y energía “Si tu hermano, si tu tío, está todavía vivo, quiere que os pongáis a salvo; si ha muerto, ha querido que le sobrevivieseis. Por ello, ¿por qué os demoráis en buscar la huida?”. Le respondimos que no estábamos dispuestos a preocuparnos de nuestra salvación, mientras no tuviésemos noticia de la suya. Él sin detenerse más tiempo, sale corriendo y se aleja del peligro a toda velocidad. Poco después, aquella nube empezó a descender sobre la tierra y a cubrir el mar; había ya rodeado y ocultado la isla de Cápreas, y había borrado de nuestra vista el promontorio de Miseno. Entonces mi madre empezó a rogarme, a suplicarme, a ordenarme que huyese del modo que fuese; diciéndome que un hombre joven podía hacerlo , pero que ella, entorpecida por la edad y su exceso de peso, no podía, y que moriría en paz, si no había sido la causa de mi muerte. Yo le respondí que no me pondría a salvo, a no ser con ella; después, asiéndola de la mano, la obligo a acelerar el paso. Me obedece con dificultad; y se reprocha ser la causa de mi demora. Ya caía ceniza, pero todavía escasa. Volví la vista atrás: una densa nube negra se cernía sobre nosotros por la espalda, y nos seguía a la manera de un torrente que se esparcía sobre la tierra. “Salgamos del camino”, le dije, “mientras podamos ver, para no ser derribados al suelo y pisoteados en la oscuridad por la muchedumbre que nos sigue”. Apenas nos habíamos sentado un poco para descansar, cuando se hizo de noche, pero no como una noche nublada y sin luna, sino como la de una habitación cerrada en la que se hubiese apagado la lámpara. Podías oír los lamentos de las mujeres, los llantos de los niños, los gritos de los hombres; unos llamaban a gritos a sus padres, otros a sus hijos, otros a sus mujeres, intentando reconocerlos por sus voces; estos se lamentaban de su destino, aquellos del de sus parientes; había incluso algunos que por temor a la muerte pedían la muerte; muchos rogaban la ayuda de los dioses, otros más numerosos creían que ya no había dioses en ninguna parte y que esta noche sería eterna y la última del universo. Y no faltaban quienes, con sus temores irreales y falsos, exageraban los peligros reales. Venían a decir que en Miseno se había desplomado una parte, que otra estaba ardiendo; todas estas noticias eran falsas, pero encontraban quienes las creyesen. De pronto se produjo una tenue claridad, que nos pareció no el anuncio de la llegada del día, sino de la aproximación del fuego. Pero las llamas se habían detenido algo más lejos; luego las tinieblas vinieron de nuevo, las cenizas cayeron de nuevo, esta vez abundantes y densas. Poniéndonos de pie repetidamente la sacudíamos de nuestra ropa; de otro modo hubiésemos quedado enterrados e incluso aplastados por el peso. Podría vanagloriarme de no haber dejado escapar ni un gemido, ni una sola voz más alta que otra en medio de peligros tan grandes, si no hubiese creído que moriría con todo el mundo, y todo el mundo conmigo, consuelo mísero, pero grande, de mi condición de mortal. Finalmente, aquella oscuridad se desvaneció y se dispersó a la manera de humo o de una nube; después se vio la luz del día, un día verdadero; el sol también brilló, amarillento, sin embargo, como suele brillar en los eclipses. Recorríamos con ojos todavía aterrorizados todos los objetos cambiados y sepultados en una profunda capa de ceniza como si se tratase de nieve. Regresamos a Miseno y luego de haber recuperado nuestras fuerzas lo mejor que pudimos, pasamos la noche en tensión, suspensos entre el temor y la esperanza. Se imponía el temor pues los temblores de tierra continuaban, y muchos, que habían perdido la razón, con sus tétricos vaticinios convertían en objeto de burla las desgracias ajenas y las suyas propias. Nosotros, sin embargo, ni siquiera entonces, aunque hubiésemos sufrido los peligros y todavía esperásemos otros, teníamos la intención de partir, hasta que no tuviésemos noticias de mi tío. Tú leerás estos detalles, sin duda indignos de figurar en un relato histórico, sin tener el propósito de transcribirlos en tu obra, y si ni siquiera te parecen merecedoras de una carta, en verdad te culparás a ti mismo por haber sido quien los pidió. Adiós.


(Traducción de Julián González Fernández extraída del volumen 344 de la Editorial Gredos)


Un libro muy reciente sobre Pompeya que merece la pena tener es el siguiente: Pompeya. Historia, vida y arte de la ciudad sepultada. Edición al cuidado de Marisa Ranieri Panetta en colaboración con la superintendencia arqueológica de Pompeya y con la superintendencia de los bienes arqueológicos de Nápoles y Caserta. Historia, vida y arte de la ciudad sepultada. Libro de gran formato con fotografías de Araldo de Luca y textos elaborados por los principales expertos en las excavaciones y estudios sobre el área vesubiana. Conocer Pompeya significa abrir una sugestiva ventana al mundo antiguo: las calles cubiertas por el basalto, los monumentales foros, las viviendas, los comercios y talleres artesanales, las sorprendentes pinturas y los mosaicos, todo ello rememora en silencio la vida de una ciudad cuyo destino quedó sellado por la erupción del Vesubio.

415 págs.
Año de publicación: 2006
Lugar de publicación: Barcelona

Además de poder conseguirlo a través de la Librería Áurea o en la Casa del Libro, sé que la primera editorial española ha sido el Círculo de Lectores, en 2004, y se puede conseguir bastante más barato, por 34,90 € si se es socio.

Pompeya y su aventura arqueológica

Muchos y variados son los testimonios (literarios, documentales, gráficos, materiales, etc) que revelan el conocimiento de las ciudades sepultadas bajo la lava, las cenizas y un gran lapso de tiempo. Se trata de Pompeya y sus alrededores (Herculano, Estabia, los Campos Flégreos), todas ellas regiones eclipsadas por ese coloso de fuego que nunca ha cesado en su actividad. Sobre todo cabe destacar las referencias literarias que ponen de manifiesto la concepción y las ideas que de Pompeya y Herculano se plasmaron antes, durante y después de su descubrimiento arqueológico. La historia del Vesubio y de la bahía de Nápoles está marcada por el desarrollo del volcán, que ha conformado gran parte de esas tierras que son de una sismicidad natural. Un volcán con un promedio elevado de erupciones (aproximadamente, cada ocho años ha emergido su actividad desde 1631 ) que selló la vida, sobre todo, de Pompeya y Herculano.

La erupción del 79 fue precedida por un potente terremoto (diecisiete años antes, el 5 de febrero del 62), que causó la destrucción general alrededor de la bahía de Nápoles, y en particular de Pompeya. Algunos de los daños no habían sido aún reparados cuando el volcán entró en erupción. Sin embargo, este suceso pudo ser de carácter tectónico en lugar de estar asociado con el redespertar del volcán. Los movimientos sísmicos en esta región, la de Campania, están estrechamente asociados a las erupciones, ya sea como preámbulos de las mismas, ya sea por el choque de las dos placas tectónicas entra las que se encuentra, la africana y la euroasiática.
Otro minúsculo terremoto tuvo lugar en el 64; que fue recordado por Suetonio en la biografía de Nerón, en la Vida de los doce Césares, y por Tácito en el libro XV de Anales. Seísmo que tuvo lugar mientras Nerón estaba en Nápoles ejecutando una canción por vez primera en público en el teatro romano. Suetonio nos recuerda que el emperador continuó cantando durante el terremoto hasta que finalizó la canción; Tácito escribió que el teatro se desplomó poco después de ser evacuado.
Los romanos se acostumbraron a los débiles temblores de tierra de la región de Campania. El naturalista Plinio el Joven escribió que ellos "no estaban en particular alarmados, ya que los temblores eran frecuentes en Campania". A principios de agosto del 79 hubo sacudidas. Pequeños terremotos comenzaron a tener lugar el 20 de agosto del 79, llegando a ser más frecuentes los cuatro días siguientes, pero las advertencias no fueron escuchadas (hay que señalar que los romanos no conocían el concepto de volcán, sólo de una vaga idea sobre montañas similares como el Monte Etna, hogar de Vulcano), y en la tarde del 24 de agosto, una catastrófica erupción del volcán empezó. La erupción devastó la región, sepultando Pompeya y otras poblaciones. Por casualidad, la fecha era la de la Vulcanalia, el festival del dios romano del fuego.

El siglo XVIII fue el momento en que salieron a la luz todos los testimonios que han legado estas ciudades y que llevaban ocultos siglos bajo la lava, la piedra pómez y las cenizas. El patrocinio de las excavaciones por parte de los gobernantes y monarcas puso de moda el llamado Grand Tour, especialmente el viaje a la tierra que había visto nacer las artes del Renacimiento: Italia. Se puso de moda entre los nobles aristócratas, los poetas y demás escritores, visitar las ciudades antiguas que resurgían del vientre de la tierra y todo lo que posteriormente hubo de fascinar a toda Europa. Un testimonio de excepción es el de Leandro Fernández de Moratín, que describe muy bien en su Viaje a Italia (1793-95) lo que es ese rugir del volcán y esos momentos de terrible miedo que vivieron los pompeyanos, y después muchas otras generaciones de familias a lo largo de las más de cuarenta erupciones registradas en total desde el 79.

Desde entonces hasta la edad presente se cuentan treinta y tres o treinta y cuatro erupciones más o menos terribles, que han hecho de aquel país un montón confuso de ruinas, convirtiéndole muchas veces en un desierto. No pueden leerse sin admiración y horror los efectos de estas erupciones. Suena un rumor confuso en las cavernas de la gran montaña, sale humo espeso por su boca, le agita el aire, y esparce oscuridad y fetor por los campos vecinos; se aumenta el estruendo, revienta el monte, y entre una espesa lluvia de ceniza ardiente, que cubre la atmósfera y sepulta en tinieblas a la populosa Nápoles, con estampidos y relámpagos, sale una columna altísima de fuego, arrojando al aire enormes piedras candentes, que se precipitan a los valles, brama impetuoso el viento, se altera el mar, tiembla la tierra, inflámase por todas partes el monte, y derrama torrentes de agua entre las lavas que desde su altura bajan ardiendo al mar, abrasando y reduciendo a cenizas los árboles, las mieses, los edificios, las ciudades, que al pasar aniquila o sepulta irritados los elementos, anuncian el trastorno final del mundo, y en solo un momento desaparecen naciones enteras.



1. Después de la erupción, antes del redescubrimiento

Tras la erupción del año 79, nos cuenta Suetonio (Titus, VIII, 9), que el emperador Tito envió una comisión de evaluación de los daños, recuperando los bienes religiosos y de culto, y para ayudar a los supervivientes y refugiados. Aun así, la suerte de Pompeya estaba echada y su recuerdo quedaba en manos de los escritores. Poco después de la erupción se encuentran los primeros motivos y remembranzas literarios. Estacio (40-95) dice lo siguiente en una de sus silvae (IV, 4, 79-84):

¿Podrán creer los siglos futuros, cuando las mieses broten y reverdezcan estos desiertos, que ciudades y poblaciones han quedado engullidas bajo sus plantas y que los campos de sus antepasados desaparecieron en el mar inmediato?



Y así fue, pues con el paso de los siglos y la barbarie, la erupción se convirtió en parte de la historia pero sobre todo de la leyenda. Marcial por su parte llora la ciudad sepultada (IV, 44):

He aquí el monte Vesubio, ayer todavía reverdeciente y sombreado de pámpanos: aquí un noble vino de la tierra había hecho desbordar nuestras cubas más de una vez. Y ahí estaban esas alturas que Baco amaba más que las colinas de Nisa; sobre esta montaña el coro de los sátiros desplegaba hace poco sus danzas. Esta era la mansión de Venus, más agradable a sus ojos que la de Lacedemonia, y este lugar era famoso por el nombre de Hércules; pero todo se sumió en las llamas: una lúgubre ceniza recubre el suelo y los dioses mismos hubieran querido que esto no sucediese.



Apenas hay más testimonios en las fuentes clásicas. A partir de entonces el nombre de Pompeya queda casi olvidado y relegado por el que le dan los campesinos y por el que será conocida hasta su redescubrimiento: el de la cività o civitas. Bien es cierto que la actividad del volcán estuvo apagada prácticamente desde el siglo XI hasta el XVII, savo contadas excepciones, llegando a rellenar el interior del cráter con macetas de arbustos, cráter y laderas que habían reverdecido, se habían ajardinado y se practicaba el culto de la vid, como se hizo en la antigüedad.
El primer documento de la literatura española lo encontramos, como muchos otros, en el rey Alfonso X el Sabio, y dice así:

Son los de Champanna omnes que aman uinnas & an muchas dellas. & otrossi diz que a nobles montes en aquella tierra. & los mas nombrados son estos quatro. Caulo. phalerno. Marsico. & el mas fermoso de todos los otros vesebio. & fue este cercal que murio plinio. assi como dize en el prologo del so libro de la natural estoria. Cibdades nobles diz que a y estas otrossi contra la mar. Las fermas. Las cumas. Potheolis. yrcalanio. Pompeya. la que poblo pompeyo el grand. & capua que era cabeça de las otras cibdades. & fue esta capua contada entre las quatro cibdades que eran estonces por mayores tenudas en ell mundo. & eran estas assi como cuenta essa estoria Romana [la de Tito Livio o, en todo caso, Dión Casio]. La primera; Roma. La otra; Carthago. & la tercera; aquella capua. & por esta cibdad. & por aquellas tierras se leuanto el pueblo romano contra los Sampnithes.



Cuando el rey sabio dice cercal seguramente se refiere a la bahía de Nápoles, que es asiento donde se produce toda la catástrofe tanto sísmica como volcánica. En la imagen se puede observar bien la situación de cada una de las poblaciones y sitios de la bahía.
La provincia italiana de Campania goza su una situación inigualable y en nuestra literatura se describe como un lugar bello. Léanse las palabras de Juan Fernández de Heredia:

Et Campanya es la mas bella et delectable viuuutrada que sea en Ytalia, et encara de las mas bellas del mundo. Ha puertos muy nobles en las marinas et ciudades, montanyas todas cubiertas de arbores leuantes fruyto et de vinyas et de boschs, ciudades marines: Tume, Gayta, Puteolos, Ircolao, Pompeya et Capua, misma cabeça de las ciudades d'aqua derore entre muy grandes ciudades, estas son, Roma et Cartagen, nonbrada.



A partir de aquí y de las cartas de Plinio, surgen ciertas ficciones literarias y aproximaciones geográficas sobre la ubicación exacta de Pompeya. Así, Nicolás Perotto y su Cornucopia (1488), que es una relectura y una explicación de los Epigramas de Marcial y una de las referencias de la crítica literaria de toda la historia de la literatura, en la que menciona las ciudades de Pompeya y Herculano; el napolitano Jacobo Sannazaro y su Arcadia (1502), en la que imagina el redescubrimiento de Pompeya (Come veramente vi sono, non solo quelle che da le arse pomici e da la mina del monte furon coperte, ma questa che dinanzi ne vedemo, la quale senza alcun dubbio celebre città un tempo nei tuoi paesi, chiamata Pompei, et irrigata da le onde del freddissimo Sarno, fu per sùbito terremoto inghiottita da la terra, mancandoli credo sotto ai piedi il firmamento ove fundata era. Strana per certo et orrenda maniera di morte, le genti vive vedersi in un punto tòrre dal numero de' vivi! Se non che finalmente sempre si arriva ad un termino, né più in là che a la morte si puote andare. 17 E già in queste parole eramo ben presso a la città che lei dicea, de la quale e le torri e le case e i teatri e i templi si poteano quasi integri discernere, Prosa XII); las cartas de Ambrosio Leone y su mapa Herculanum oppidum (1513), en el que señala lo que cree Pompeya, pero realmente es Portici; Leandro Alberti y su Descrizione di tutta l´Italia (1561), en que se recuerdan los nombres de Pompeya, Herculano y Estabia, indicando el lugar en el que se creía que habían existido; Julio César Capaccio y su Historia neapolitana (1607), que contiene un capítulo en el que habla de las antigüedades de Herculano; el hamburgués Luc Holstenius asegura en sus Adnotaciones que ha de identificarse Pompeya con la Cività, pero nadie le cree; Camilo Pellegrino y su Apparato alle antichità di Capua (1651), en la que se dice, hablando de la villa de Herculano, ocupaba la zona que actualmente pertenece a Torre del Greco; el diccionario geográfico de Baudran (1682); Francesco Bolzano y su L'Antico Ercolano ovvero la Torre del Greco tolta dall' obblio (1688), en que se sitúa Herculano en un lugar totalmente diferente al auténtico.

Estos testimonios son documentales, pero los que realmente importan son los llevados sobre el terreno. En 1592, el conde Muzzio Tuttavilla quiso llevar a su villa de Torre Anunziata las aguas del Sarno por un canal subterráneo (o por un acueducto). Para ello había que atravesar por debajo la ciudad de Pompeya, pero tanto él como su arquitecto, el romano Domenico Fontana, lo ignoraban. Estos trabajos dejaron al descubierto el templo de Isis, próximo al foro, y el anfiteatro. Increíblemente, y a pesar de las inscripciones epigráficas (vg. Decurio Pompeis), se malinterpretó y se creyó que aquello no era más que una villa del general Pompeyo.

Ya en el siglo XVII, el primer gran acontecimiento es la segunda erupción más conocida y destacada, en 1660 (sus cenizas llegaron hasta Constantinopla y sepultó muchas poblaciones bajo los flujos de lava, matando a unas 3.000 personas, con torrentes de agua hirviendo que fueron también expulsados, sumándose a la devastación. A partir de entonces la actividad llegó a ser casi continua, con erupciones relativamente importantes, llegándose a producir veintidós erupciones hasta la última de 1944). Este suceso despierta de nuevo el interés por la ciudad sepultada, que revive otra erupción en 1682. Así, en 1689, al tratar de cavar un pozo, tuvo lugar la primera excavación, descubriéndose los estratos horizontales de lapilli y de cenizas, objetos, inscripciones que hablaban de Pompeis. Nuevas erupciones en 1694 y 1698. Se pasó una vez más al lado de la verdad y se pensó en la villa de un Pompeyo. Banchini, en 1699, protestó contra esta opinión en su Storia Universale. Es verdad que en 1693 Giuseppe Macrini, en el De Vesuvio, afirmaba haber visto una ciudad, con motivo de las excavaciones que proseguían las de 1689.

La situación política del siglo XVIII va a estar marcada por los reinados de Austria, la Corona Española (Reino de las Dos Sicilias) y Francia. Y a su vez el destino de unas excavaciones en principio un tanto desastrosas y posteriormente sistemáticas bajo la real iniciativa de Carlos III.

2. Carlos III y la excavación de Pompeya y Herculano

Fue desde 1738 a 1745 los años en que se produjeron las primeras excavaciones oficiales, en Herculano primero y luego en Pompeya. Pero poco antes, en mayo de 1738, Carlos de Borbón había contraído matrimonio en Dresde con María Amalia de Sajonia, que era muy aficionada a las colecciones de arte, y diversos autores comentan que debido a la influencia de su mujer, y convencido por Alcubierre y las noticias que llegaron desde la Edad Media y el Renacimiento acerca del sitio exacto de la ciudad, por lo que desde el 22 de octubre de este año comienzan las excavaciones oficialmente, con la puesta por escrito de todo lo que se iba encontrando. Uno de los primeros testimonios una vez comenzadas las excavaciones por parte del Reino español los ofrece el Conde de Fernán Núñez, que escribió en 1790 una biografía del rey Carlos III

Pero lo que sobretodo merece la gratitud del mundo entero, es la obra grande que emprendió el Rey Carlos de las excavaciones de las ciudades de Herculano y Pompeya, en la cual ha ilustrado la Europa y resucitado en ella el gusto de los griegos y romanos, poniendo a la vista sus monumentos, de modo que no hay artista ni hombre de luces que no deba mirar al Rey Carlos como una divinidad restauradora de las artes.



Un intento de poner fecha y situar el momento en que ocurrió el desastre, y quiénes fueron sus ilustres espectadores, y las consecuencias de tal catástrofe, se pone muy bien de manifiesto en las siguientes palabras:

Estas dos ciudades existían, según se cree, más de mil trescientos cuarenta y dos años antes de Cristo; esto es, sesenta años antes de la guerra de Troya. Pompeya pereció en el gran terremoto acaecido en tiempo de Nerón, el 5 de Febrero de 63, en el cual padeció también mucho Herculanum, que fue sumergido por la lava y las cenizas del Vesubio en la grande erupción acaecida en 24 de Agosto de 79, en tiempo del Emperador Tito. Esta erupción es la que describió con la mayor elegancia Plinio el Menor, que fue testigo ocular de ella, y cuyo tío Plinio el Mayor, el naturalista (que era General de la armada romana que cruzaba siempre las costas de Sicilia), pereció en ella, queriendo acercarse a tierra para socorrer a los desgraciados habitantes de las faldas del monte. Fue tal la fuerza de esta erupción, y la cantidad de cenizas que arrojó de sí el volcán, que no sólo llegaron a Roma, sino al Asia y a la Siria, y ellas acabaron de cubrir las ruinas de Pompeya.



Pero la iniciativa del rey Carlos no fue más que la decisión seria y meditada de explotar la zona, realizar excavaciones sistemáticas y sacar a la luz toda una herencia que conmovería el mundo de la arqueología. Sus precedentes bien se hallaban en acontecimientos anteriores cuando el francés Emmanuel Maurice de Guise-Lorraine,

el Príncipe d'Elbeuf, que construía una casa de campo al pie del Vesubio en 1720, buscando para ella unos mármoles, encontró a las inmediaciones algunos ya trabajados, que le empeñaron en buscar otros. No sólo los halló, sino que descubrió algunas estatuas antiguas, que regaló al Príncipe Eugenio de Saboya, y continuó en ir sacando. Pero viendo el Rey Carlos que, según todas las noticias antiguas, aquellas ruinas podían ser parte de las dos ciudades Pompeya y Herculanum, cuya situación era: la primera hacia la Torre del Greco, y la segunda entre ésta y Nápoles, creyó que era necesario todo el poder y medios de un Soberano para hacer con utilidad esta descubierta, que tanto podía interesar a la literatura y a las artes, y así, satisfaciendo al Príncipe sus gastos y comprando el terreno, emprendió a toda costa la excavación, bajo la dirección de personas hábiles, que en esta obra, digna de un Monarca, han dado impresa a la Europa la colección más interesante y completa que puede imaginarse, y que van continuando. La excavación de Herculanum se empezó en 1750; unos paisanos hallaron después de esta época las ruinas de Pompeya.



En su excavación de pozos y galerías encuentra a su paso estatuas que van a parar a los castillos vieneses, como el Belvedere. Se sabe que al menos tres fueron las estatuas femeninas que le envió a Eugenio de Saboya. También se puede observar cuál era la importancia que Carlos III tributó de las excavaciones, aunque realmente ese afán por recuperar lo antiguo se vio interrumpido por el pillaje. Para estas, el rey cuenta con el ingeniero Rocco Gioacchino de Alcubierre, que sobre todo se interesó por la estatuaria, llegando a arrojar a las escombreras las letras de bronce de las inscripciones. Entre los hallazgos más destacados se hallan una estatua de Marco Nonio Balbo (miembro de una rica e ilustre familia herculanense. En la inscripción se podía leer M. NONIO BALBO) y un fresco de Teseo y el Minotauro. Pero fue él quien siguió excavando en Herculano y quien descubrió la Villa de los Papiros. Acerca de este fresco se dice:

y esta pintura se considera por cosa muy singular y de valor assí por el primor y arte del que la hizo, que en concepto de muchos ha excedido a Ráphael (lo que contradice la común oponión de que en nuestros tiempos se haya adelantado en la pintura) como por ser tal vez la única en el mundo que, después de haverse mantenido más de 1700 años dentro de la tierra, se ha sacado 52 palmos devajo de la superficie de ella sin haver perdido nada de los colores.



El nombre de Pompeya realmente no se conocía, es decir, no había todavía pruebas materiales de su existencia, por lo que en un primer momento, aunque se sabía o suponía que se trataba de esa ciudad, se le denominó la Cività . Pero al menos queda la muestra de un grabado de Piranese por el que la ciudad desconocida y sepultada encontró su identidad gracias a esta inscripción en la que se basó este dibujante. Además, la inscripción claves fue la que se halló en 1763 y en la que se podía leer respublica Pompeianorum.

Incluso el Conde de Fernán Núñez pone de manifiesto la sensación de lo agradable que le fue estar en Pompeya:

Es, a la verdad, cosa bien singular y agradable el pasear por las calles y por las mismas banquetas de una ciudad fabricada hace ya tres mil años. Yo he tenido esta satisfacción en 1773, viajando por Italia.



Inmediatamente después en su relato nos cuenta la afición del rey por el coleccionismo particular y la anécdota que protagoniza con su respuesta:

El Rey Carlos mandó fabricar en Herculanum su casa de Campo de Portici, en la que hace una colección de todas las antigüedades que se van descubriendo, y que es única en el mundo. Varios le reconvenían, diciendo no debía exponer una colección tan preciosa en un paraje tan inmediato al Vesubio; pero S. M. se reja, y les decía: Así tendrán los venideros otra nueva diversión de aquí a dos mil años, les hará honor descubriéndola.



En la siguiente cita se menciona uno de los trabajos llevados a cabo probablemente en la llamada Villa de los Papiros, en Herculano, y de qué manera se intentaban recomponer los papiros:

Uno de los trabajos más ímprobos que han resultado de esta descubierta es el de desenvolver los manuscritos que se han encontrado enrollados y casi quemados. Un Religioso somasco, llamado Antonio Piaggi, y otros trabajan continuamente en esta improvisación de obra, y el día en que pueden desenvolver y colocar una tira de un dedo de ancho, es un día feliz. Bien se ve cuánto tiempo es preciso para adelantar poco. En la obra famosa de Herculanum, que mandó hacer el Rey Carlos, y cuya memoria inmortalizó por ella, y que es uno de los monumentos más preciosos para las artes, por hallarse en ella la colección de estos descubrimientos, se ve el método de que se sirve este Religioso para desenvolver los manuscritos, del que se halla también una noticia en la Enciclopedia.



La imagen nos muestra la herramienta que usaba el padre Piaggio para desenrollar los papiros. Con Enciclopedia se refiere a la francesa de 1751-1780.

Por una parte el interés del hallazgo y por otro las críticas por la gestión de la excavación, indujeron al rey Carlos III de Borbón a concebir una iniciativa de gran importancia: la fundación de la “Real Academia Herculanense” con el deber de vigilar la excavación, estudiar los hallazgos y publicar los resultados. El nacimiento de la Academia coincidió con el descubrimiento de los rollos de papiro en la Villa de los Pisones. La tarea asignada a los miembros de la Academia fue la lectura, interpretación y publicación de los papiros en la oficina creada ad hoc. Solamente en 1793 aparece el primer tomo de la llamada “Collectio Prior””, primera edición de los papiros herculanenses.

En 1759 el rey Carlos dejó la corona de Nápoles para ocupar la de España. Gracias a él y su afán de coleccionismo, no particular, sino público en gran medida, pues la mayoría de sus hallazgos descansan todavía en Nápoles, en su museo arqueológico, se difundió el arte y la moda del amor hacia Pompeya y Herculano. También gracias a Winckelmann, que llegó a Italia en 1763, y sus cartas, que ofrecieron y revelaron, no sin críticas, los nuevos descubrimientos a toda Europa, llegando así a poner de moda lo antiguo. Una de sus afirmaciones más agudas, y a la vez más exasperantes para los arqueólogos que trabajaban en la bahía de Nápoles, fue la siguiente: “Si se sigue a este paso, a nuestros descendientes en cuarto grado les quedará aún mucho por excavar y descubrir”.

Las excavaciones tuvieron sus momentos de crisis y progreso, de lentitud y estancamiento, con guerras de por medio, con la vuelta de los Borbones al reinado y su derrota ante los seguidores de Garibaldi. Cuanto Italia se encuentra en un momento de esplendor y unificación, Víctor Manuel II de Saboya financió gran parte de las excavaciones, poniendo a su frente a un joven especialista en antigüedades y numismática, Giuseppe Fiorelli, a quien se debe entre otras cosas la división por regiones e islotes o islas de Pompeya, obteniendo así unos planos precisos de la ciudad que son prácticamente los mismos que los actuales. Nombrado por el rey Catedrático de Arqueología de la Universidad de Nápoles, descubrió el método de vaciado de los cuerpos sepultados por la lava, además de comenzar la excavación por el techo por miedo a excavar por las calles y que se derrumbasen las casas, y a recoger los escombros a medida que se excavaba, pues antes se acumulaban sin control. La virtud de Fiorelli fue haber impuesto un método no solo sistemático sino también científico.

Más han sido los arqueólogos y directores de las excavaciones en Pompeya pero cabe destacar la labor de Amedeo Maiuri, que estuvo al frente desde 1924 a 1961 (con la suspensión intermedia a causa de la guerra entre 1941 y 1951). Excavó sobre todo en la Calle de la Abundancia, en la Villa de los Misterios, la plaza del anfiteatro y la palestra, estudió el sistema de pozos y canalizaciones, fomentó un estudio serio estratigráfico para así conocer mejor la pompeya prerromana y presamnita, con sus edificios cuyo origen todavía resultaba oscuro.

3. El coleccionismo particular y sus edificios

Carlos III fundó en Portici dons instituciones relacionadas con las excavaciones. El 13 de diciembre de 1755 se instituyó la Real Academia Herculanense, inaugurada el 25 de enero de 1756. La tarea de sus académicos era ilustrar los hallazgos de Herculano. Así fue tal que en la segunda mitad del siglo XVIII la Imprenta Real editó ocho volúmenes: cinco tomos dedicados a las pinturas, dos a los bronces (bustos y estatuas) y uno a las lucernas y candelabros. Las numerosas ilustraciones se debieron a los grabadores e ilustradores de la escuela de Portici. Esta obra se conoció en los círculos de la cultura europea dieciochesca como la Antichitá.

La segunda institución relacionada con las excavaciones de Herculano fue el Museo Herculanense de Portici, en inmediato contacto con las excavaciones de Herculano, creado también por Carlos III en 1758, e ilustre predecesor del actual Museo Arqueológico de Nápoles. Pero la acumulación a modo de depósito en este palacio obligó a trasladar todo a un lugar apropiado, el Palacio Real de Nápoles.

Si hay algo que realmente puede llegar a sorprender en lo concerniente al mundo del coleccionismo es la actitud que mantuvo Carlos III respecto a los tesoros y hallazgos que su equipo de trabajo sacó a la luz en su viaje a España para ocupar el trono. Fue el 7 de octubre de 1759 cuando, listo para embarcar en el puerto de Nápoles y sin ningún tipo de objeto hallado en Herculano como recuerdo, se dio cuenta de que llevaba un anillo en un dedo y su reacción se narra en una anécdota transmitida por varios historiadores:

Cuando estaba a punto de zarpar a España, se dio cuenta de que todavía llevaba al dedo el anillo con un precioso camafeo, hallado hacía años en las excavaciones. Se lo quitó del dedo y se lo entregó a su fiel Tanucci, que había subido a la nave a despedirlo, para que lo devolviera al Real Museo de Portici y se custodiara junto a los demás objetos hallados en aquellas excavaciones, que él había promovido y subvencionado en su condición de rey de Nápoles.

Pero sí es cierto que alguna vez recibió algún calco en escayola de pequeñas esculturas encontradas en las excavaciones. Estas copias o calcos se realizaban en los talleres que se habían instalado junto al Real Palacio de Portici. Así se puede ver en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando diferentes esculturas en escayola e incluso algunas copiadas en bronce, como la de Alejandro Magno, ordenada por el mismo Carlos III. Otras veces las copias de las esculturas se hacen en barro, como el busto de Platón hallado en Resina y llamado Dionisosplatón por la mezcla idealizada entre el retrato tipo de Dionisos y el de Platón. Se puede ver en la Biblioteca del Palacio Real de Madrid. Otras de las copias, esta vez en mármol, es la que se hizo del busto de Séneca. El original está en el M. Arqueológico de Nápoles y este de mármol en la Antecámara Gasparini del Palacio Real de Madrid. También en las casas de campo construidas para el Príncipe Carlos, futuro Carlos IV, en El Pardo, El Escorial y Aranjuez, las salas se decoraron profusamente con diseños tomados de dichos grabados, especialmente para colgaduras en seda, estucos, mobiliario y pinturas de paramentos

4. Sensaciones y vivencias en la bahía de Nápoles

En su viaje, Leandro Fernández de Moratín no pasa nada por alto y describe con más o menos detalle lo que se encuentra a su paso.

El Museo de Portici es tan singular en su género, que no hay otro que se le parezca. Hay en él una gran cantidad de inscripciones, columnas, aras, bustos, y estatuas de vario (…) un Augusto de bronce, desnudo, con el rayo en la mano; un Tiberio (…) un Mercurio sentado, conocido ya en España entre los modelos de la Academia de San Fernando; algunos bustos desconocidos, y otros que representan personajes célebres de la Antigüedad, entre ellos Pirro, Berenice, Platón y Séneca. (…) Las excavaciones de Herculano, Pompeya y Stabia han descubierto en nuestra edad los tesoros que por lo tanto tiempo ocultó la tierra, y no es posible mirar sin maravilla colección tan preciosa. Allí se ven los instrumentos y utensilios de los templos: trípodes de bronce, jarrones, tazas, pateras, cuchillos, y cuanto era necesario al culto y a los sacrificios; lacrimatorios de vidrio, dioses lares, armas y arreos militares; pesos, candelabros y todos los demás muebles domésticos, hasta las vasijas de la cocina; cántaros, pucheros, platos, marmitas, moldes para labrar las masas, almireces..., monedas, joyas, adornos femeniles, pedazos de galón y telas, juegos de niños, tarjetas para entrar al espectáculo, instrumentos de cirugía, tablas de escribir, estilos, volúmenes en crecida cantidad, que parecen grandes rollos de tabaco habano hechos de la planta papiro, secos por el calor, y que al tocarlos se deshacen en cenizas, si bien ha llegado ya a descubrirse el medio de desarrollarlos y leerlos, aunque no sin mucha dificultad. Ni es menos admirable la colección de comestibles hallados en las habitaciones de Pompeya: panes, huevos, almendras, nueces, higos, dátiles, piñones, vino y aceite, del cual sólo ha quedado un extracto sólido y transparente. Varios instrumentos de música, un bajorrelieve que representa una escena cómica, y entre los personajes uno que acompaña con dos flautas la declamación, un grupo de un sátiro y una cabra, cosa excelentemente ejecutada, pero torpísima, muchos priapos de varios tamaños, y algunos pequeñísimos de marfil, que se ponían las mujeres al cuello y en la cintura para procurarse la fecundidad. La colección de pinturas halladas en las excavaciones de Herculano y Pompeya se compone de cerca de setecientas piezas de diferentes géneros, unas son adornos a la greca y arabescos, otras representan frutos y caras, otras animales vivos, pájaros...; otras países, marinas y varias perspectivas de arquitectura, y otras, por último, figuras humanas, unas solas, como amores, musas, saltatrices, bacantes, y otras agrupadas que representan asuntos de fábula o de historia. Estas pinturas halladas en las paredes de los antiguos edificios que se han descubierto, hechas sobre una especie de estuco, las han serrado en forma y, cuadrángula y colocándolas en marcos, con cristales delante, algunas hay en piedra, pero son muy pocas, y más pueden llamarse dibujos que pinturas. Hablando en general, me pareció bien todo lo que es adorno: los frutos, correctos en el dibujo, pero tocados débilmente; algunas pinturas de pájaros hechas con mucha inteligencia, copia exactísima del natural; los países, de corto mérito, sin inteligencia en la graduación de las luces ni en la perspectiva; los asuntos de arquitectura, de un género caprichoso y extravagante, sin conexión ni belleza, algunas figuras aisladas de saltatrices, cupidos...; diseñadas con gracia y expresión, y en los grupos entre los cuales deben contarse la pintura de Teseo con el Minotauro a los pies, la de Hércules y Flora, la de Chirón y Aquiles, y alguna otra de las más grandes de la colección, a pesar de muchas incorrecciones que han notado los inteligentes, se ve un buen carácter de diseño, bellos desnudos, gracia en la expresión y buen estudio de ropajes. En general me pareció, si por estas obras se ha de juzgar el estado de la pintura en aquella edad, que en medio de estas perfecciones que todos admiran, pueden notarse a los antiguos los siguientes defectos: 1.º Errores clásicos de perspectiva. 2.º Poca inteligencia en graduar las luces para expresar la cercanía o distancia recíproca de los objetos. 3.º Ningún arte en agrupar las figuras. 4.º Poco uso de los escorzos, defecto que, unido al anterior, da a la composición una frialdad y languidez insufrible, que no bastan a suplir ni la corrección ni la expresión, las cuales deben ir acompañadas con la invención poética de los grupos y actitudes, y el uso oportuno y correcto de los escorzos, último esfuerzo de la ilusión. Es inútil que yo pondere cuán preciosa es una colección de pinturas sacada de las entrañas de la tierra, libradas de los estragos espantosos de las erupciones y terremotos, donde se ve el lujo, las costumbres y el estado de las artes de aquellas naciones que desaparecieron del globo dejando a la posteridad estos inapreciables monumentos. Tales consideraciones, unidas a la de ser el único que existe en Europa, dan estimación a este museo de pinturas; pero si prescindiendo de lo demás, nos ceñimos al mérito intrínseco de estas obras, yo las trocaría todas por un buen cuadro de Rafael. No diré lo mismo en cuanto a escultura, puesto que así las piezas de este género que componen la colección de Portici, como las de Roma, Florencia y otras ciudades de Italia, son pruebas irrefragables de la superioridad de los antiguos.

Siguiendo el camino, que va siempre inmediato al mar, se hallan después de Resina la Torre del Greco y la de la Anunziata, poblaciones contiguas unas a otras con poca o ninguna interrupción, bien situadas y alegres, de mucha gente, llenas de casas de campo, con jardines, huertas y abundante cultura. Atraviesa el camino por encima de un gran torrente de lava que arrojó el Vesubio en 1760, mezclada con cenizas y enormes piedras; abrasó todo el terreno, destruyó los edificios que halló al paso, y bajó hasta el mar, con estrago espantoso. A poca distancia se hallan las ruinas de Pompeya, ciudad antigua, que hasta la mitad de este siglo permaneció tan oculta a la vista humana, que nadie se atrevía a fijar el paraje en que estuvo. La multitud de cenizas que cayeron sobre ella detenidas en los huecos de sus calles y edificios, formaron una elevación de terreno, el cual, haciéndose con el tiempo vegetal y fértil, comenzó a labrarse, y hoy se ve encima de los templos, teatros y sepulcros de Pompeya enlazarse las parras a los chopos, y segar el labrador mieses abundantes. Las excavaciones que se hacen en este sitio cuestan poco trabajo, así porque todo es ceniza lo que hay que romper, como porque es mucho menor la profundidad a que se encuentran las ruinas que en Herculano. Hasta ahora se han descubierto dos calles, una de ellas con la puerta de la ciudad y varios sepulcros, un cuartel, un templo de Isis y dos teatros.

No es posible caminar por aquel paraje sin una especie de entusiasmo que todos aquellos objetos inspiran. Éste era el teatro; aquí se acomodaba el pueblo, allí la nobleza; por allí salían los actores; aquí se oyeron los versos de Terencio y Plauto; este recinto sonó con aplausos públicos, los hombres desaparecieron, y el lugar existe. Éste era el templo, allí está la inscripción, allí las aras; las paredes lo anuncian todavía en pinturas y estucos, los atributos de la deidad. Aquí se degollaban las víctimas; aquí, escondidos los sacerdotes, prestaban su voz a un mudo simulacro, y el pueblo, lleno de terror, creía escuchar la divinidad misma, anunciando a la ignorancia humana los futuros destinos. Ésta es una calle, empedrada está como las de Nápoles, con lavas que ha vomitado ese volcán vecino, a un lado y otro hay ánditos para que pase el pueblo seguro de los carros, aún se ven las señales de las ruedas. Veis aquí las tiendas, allí se vendieron licores; la insignia que está a la puerta, la señal que ha dejado el pie de las copas sobre el mostrador, y las hornillas inmediatas para tener caliente la bebida lo manifiestan. Allí hay otra donde se vendían Príapos, la insignia está esculpida sobre la puerta, allí está el aparador, repartido en gradas, donde se exponían estos dijes a la vista pública. Éstas son casas de gente rica, éste es el pórtico, sostenido en columnas de ladrillo revestidas de estuco, con decoración dórica; allí está el patio, con la galería que le rodea; estancias pequeñas, altas, con mosaicos en el suelo y pinturas en las paredes; el baño, la estufa, con pared hueca, por donde se comunicaba el jardín, la fuente, la bodega con grandes cántaros, la sala de conversación, la de comer, la alcoba, el poyo donde estaba el lecho; pinturas voluptuosas por todas partes, triunfos de amor. Veis allí los sepulcros que erigió la patria agradecida a sus hijos ilustres, la inscripción anuncia sus nombres y su calidad, allí reposan sus cenizas. Qué silencio reina en todo el contorno. Qué soledad horrible. Y todavía el Vesubio arroja llamas y retumban sus cavernas con rumor espantoso.